3er Lugar Cuento "Palabras a Los Andes"

Una Isla Entre Las Avenidas.

En medio de la intercepción de 3 avenidas, tan viejas como la ciudad misma, hay una isla, una triste isla abandonada, circular como una enorme moneda de piedra y flores, yace abandonada en un inmenso mar de disparadero empedrado, mar de adoquines que se agita bajo el peso titánico de los molestos camiones. Dicen que  en su años mozos fue la puerta entrada de la ciudad, y que todos los viajeros que cruzaban el murallón cordillerano avistaban bajo el galope de los coches victoria, dicen también que hace algún tiempo había en su centro, tal cual montaña sagrada, se erguía un fastuoso monumento que recordaba batallas pasadas, y desde donde emergía un enorme cóndor de bronce que le hacía compañía, y que se llevó al vuelo el monumento y  abandonando  para siempre la isla a su suerte, que desde entonces soporta su triste soledad, dormida de día, despierta de noche. La modernidad, el ajetreo y las marejadas incesantes de autos y camiones hicieron olvidarla, parece casi invisible para los navegantes, entre tanto ruido y rugir urbano. Pasa sus días de durmiente isla solitaria acompañada de un par de flores, tan tristes y olvidadas como ella. De vez en cuando recibe  la vista de algún perro naufrago, de algún peatón despistado que se ha extravió navegando entre los cruces y pasos de cebras mal pintados o de algún longevo jardinero que apaga la sed de su escueta flora. Cuando cae la noche, y la tempestad automotora amaina. La isla vuelve a despertar, bajo la luz amarillenta de los postes y el oleaje imperfecto de los adoquines negros, la silente y solitaria isla guarda prudente distancia de las incidencia de la noche, observando detenidamente los sucesos de este océano que llaman ciudad, vigila  cada cuadra, tanto al norte, al sur, oriente y poniente, cada cuadra una historia, clara como mañana de enero o oscura como noche de julio, cada historia un secreto, un llanto, una alegría, lujuria, amor y temor, que la isla observa y guarda para siempre. Cuando el amanecer se acerca y las oleadas de autos, buses y camiones se lanzan como tempestad furiosa al pavimento, la isla se vuelve a dormir, esperando que algún día el brillante cóndor de bronce que la acompañaba regrese y con sus enormes alas de ave cordillerana la despierte de su solitaria siesta para volver a ser la reluciente rotonda que alguna vez fue.